Por Marta Zardaín
Expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente. Así define la Real Academia Española en su Diccionario la mentira. La misma fuente señala muchos sinónimos a este término: embuste, engaño, invención, falsedad, patraña, enredo y así hasta treinta vocablos más. Sin embargo, tan solo hay un antónimo: verdad.
Es curioso como la lengua nos previene sin ninguna diplomacia de la que nos espera. Y es que somos una sociedad en la que la mentira se abre hueco de manera indisimulada y en la que siempre encuentra tierra fértil para germinar. No es algo nuevo, las fake news (o noticias falsas) han existido siempre y gracias a ellas, por ejemplo, Nerón ha pasado a la historia como el gran responsable del incendio que asoló Roma en el año 64. Da igual que los historiadores nos digan que el día del incendio el emperador ni siquiera se encontraba en la ciudad porque su imagen, la de un hombre enloquecido cantando un poema sobre la caída de Troya mientras observa las llamas, es tan potente que poco importa si es real o no.
Los bulos informativos han existido siempre, de hecho, han sido la fuente que ha surtido páginas y páginas de la prensa amarilla. Pero en los últimos años su presencia, y lo que es peor, sus efectos perniciosos, han experimentado un peligroso auge que nos convierte en una sociedad débil al servicio de la mentira de turno.
La velocidad con la que se extienden las falsedades se incrementa en momentos de grandes catástrofes y de desgracias colectivas. Así, el coronavirus marcó un antes y un después en lo que a los bulos se refiere. Desde su posible origen a los supuestos efectos secundarios de las vacunas; durante cuatro años las noticias falsas se diseminaron con la misma rapidez que el miedo entre una población ya de por sí horrorizada.
Las nuevas tecnologías no han hecho sino incrementar el fenómeno, y las fake news proliferan sin rubor por las redes sociales. La gravedad del hecho se acrecienta de manera considerable si tomamos en cuenta lo revelado por el CIS en un reciente estudio, según el cual, un alto porcentaje de ciudadanos deciden su voto a partir de lo que leen en las redes.
¿Pero qué hay detrás de una mentira?, ¿Qué es lo que hace que un bulo movilice a la gente? Según el estudio publicado el pasado jueves 28 de noviembre en la revista Science el mecanismo es sencillo: la información falsa provoca más indignación que la información fiable. Y es precisamente esa emoción, la indignación, la que facilita la difusión de mentiras.
La indignación por tanto se convierte en dinamita en la fuga de gas que representan las redes. Según Killian McLoughlin, autor de la investigación que da origen al artículo publicado por Science, “las personas pueden compartir información indignante sin comprobar su exactitud, porque compartir es una forma de señalar tu posición moral o pertenencia a ciertos grupos”.
Así pues, detrás de la desinformación, los bulos, los enredos y los engaños que imperan en la sociedad se esconde el deseo de afianzar nuestra posición moral o de pertenencia a un grupo… Y eso es más fuerte que la verdad.
La catástrofe de la Dana también se aprovechó por algunos para la difusión de bulos. ¿Quién no se conmovió ante el parking del centro comercial de Valencia repleto de cadáveres donde después, y afortunadamente, no se encontró ningún fallecido? ¿Quién no se ha enfadado por la supuesta ocultación de las cifras reales de muertos?… Enfado, indignación, temor se han convertido en el caldo de cultivo en el que los desaprensivos nos hacen llegar sus pseudoinformaciones tras las que se oculta algo todavía más grave: la manipulación, esa que hace de nuestra sociedad un teatro de marionetas que unos pocos pretenden manejar a su antojo.
Fue Bertolt Brecht quien afirmó que “el que no conoce la verdad es simplemente un ignorante. Pero el que la conoce y la llama mentira, ¡ese es un criminal!”. Tengámoslo en cuenta. Vienen tiempos complicados.
Imagen creada con inteligencia artificial por ADECES