Testimonio COVID-19: más allá de las cifras y los datos oficiales, en el centro de los sentimientos

ADECES recoge el valiente y emotivo testimonio de una hija que acaba de perder a su padre por coronavirus. Porque por encima de los recuentos y batallas dialécticas de quienes nos gobiernan o aspiran a hacerlo, están las vidas rotas por el COVID-19 y el profundo dolor de tener que decir adiós a quienes nunca deberían haberse ido. Gracias a ti que, desde el anonimato, has tenido la generosidad de compartir tu experiencia con nosotros. Va por él… y por todos los que habrían de seguir con nosotros.

Mi pensamiento continuo es que me lo han arrancado, así lo siento desde hace casi dos meses. Y no ha sido una enfermedad larga, ni sus 84 años, no. Ha sido algo invisible, que se cuela en tu vida sin darte cuenta. No lo ves, pasa por tu cuerpo, se instala y, en muchas ocasiones, ese ser vivo invisible te mata.

No me resulta fácil asumir que se ha marchado, no era su momento aún; pero ya no está y con eso tengo que seguir tirando. Lo difícil es aceptar que no has podido hacer nada. Que ya no está y ni siquiera le has podido acompañar, consolar, acariciar… Simplemente estar ahí con él hasta que se marchara.

Se lo llevó el Covid-19. Justo el día de su cumpleaños, en la llamada diaria que nos hacían nos comentaron que la noche había sido complicada, pero que había tirado para delante y la analítica había salido “algo” mejor que la última. Dos horas después, de golpe, todo cambió y nos dieron la noticia: no se podía hacer más y teníamos que dejarle marchar de forma que no siguiera sufriendo. En ese momento, me invadió primero el miedo y después un dolor tan intenso que llenaba cada célula de mi cuerpo. Y el mundo desapareció.

Doy las gracias al hospital y a los sanitarios que nos dieron la oportunidad de que pudiéramos verle antes de que le sedaran; porque sé, que no todo el mundo ha podido hacerlo. Cuando el cuerpo se mueve pero tu cabeza solo tiene una cosa en mente, es increíble la capacidad que tenemos para poder añadir barreras que nos ayuden a seguir hacia delante.

Tuve mucha suerte y pude darle la mano, acariciarle, hablar un poquito con él; aunque ya no era él.

Y era el día de su cumpleaños y el hospital era un desierto.

El silencio identificaba perfectamente lo que estaba ocurriendo detrás de sus puertas.

Al llegar, me explicaron lo que ocurría y me vistieron para poder entrar. Al traspasar la puerta que conducía al pasillo de las habitaciones, la vista era incapaz de abarcar todo el horror que estaba viendo.

Entré en la habitación y ahí estaba él. Muy delgado y demacrado, intentando coger aire del oxigeno que tenía puesto, acompañado por dos personas más contagiadas en la misma habitación. Tres personas en esa habitación que, en circunstancias normales, como mucho sería para dos.

Y me olvidé de todo lo que me rodeaba porque solo importaba él, intentaba estar tranquila para que todo fuese lo mejor para él. Me comía las lágrimas y le hablaba, despacito y con una inmensa ternura para que pensara que todo iba bien. Le dije las palabras más bonitas que se puedan expresar; pero nada iba bien.

Me explicaron que en cuanto me marchase le comenzarían a sedar porque de lo contrario sufriría en cada intento de coger un poco de oxigeno.

Y me despedí como pude, porque ya estaba rota.

Y me hubiese gustado besarlo, abrazarlo y acompañarlo hasta el final, pero no pude.

Me fui con la imagen de una enfermera agotada, con los ojos llorosos que me intentaba consolar diciéndome que le gustaría abrazarme; pero que no puede. Y lo agradecí en el alma.

Desde ese día pasaron tres hasta que, finalmente, perdió la batalla. Tres días en los que me levantaba por pura obligación, en los que no dormía esperando la llamada y en los que vivía porque el cuerpo y la mente, aunque van ligados, funcionan por separado.

Después, la funeraria nos dejaba en lista de espera para recogerle porque no podían abarcar el volumen que tenían. Horas después, el mismo día de madrugada, me llamaron porque lo van a recoger. Mandé los papeles del sepelio por mail, para firmar y, al día siguiente por la tarde, recibí la llamada en la que me comunicaban la hora de su incineración. Y tampoco pude acudir. Gestionar todo esto en la soledad del confinamiento es duro, muy duro.

Esa noche no dormí. Ni la siguiente. Ni la otra.

La cabeza se me disparaba pensando que se había marchado solo. Absolutamente solo y sin haber estado ni un solo día en UVI ¿Por qué tenía 84 años? No ha podido cumplir sus últimas voluntades; porque ni eso pudo. No debía marcharse aún, sin patologías previas, sin tomar una sola pastilla para la tensión, haciendo ejercicio porque sus días de ir al baile eran sagrados. Imposible poner freno a todos esos pensamientos que se me agolpaban en la cabeza.

No lo entendía ni aún hoy lo entiendo. Cuando tres médicos distintos me dijeron que tenía un virus intestinal, confié en eso. Y pensé que no se podían confundir. Tal vez por eso, cuando me dieron el mazazo de que era positivo en Covid-19, no lo asimilé. Me enfadé mucho y lloré de la rabia que tenía dentro por cómo había ocurrido todo y en ese momento hubiese gritado a más de uno.

Desde entonces, paso los días llorando sin poder parar. Porque no es justo que mi padre se haya marchado, ni que mi hermano y yo todavía no hayamos podido darnos un simple abrazo de consuelo.

Podría pensar que eso es lo peor, pero no. Lo peor es tener que vivir con ello día tras día, viendo los datos de los fallecidos diarios sabiendo que mi padre forma parte de esa lista interminable. Y pienso en las más de veintisiete mil familias que están pasando por lo mismo que yo.

Estoy muy triste, también enfadada e impotente. Sé que aún quedan cosas pendientes de hacer y que, debido al confinamiento, no puedo llevar a cabo. Debo esperar.

La vuelta a su casa ya vacía porque él no está, será muy dura. Las próximas Navidades no serán las mismas, ni los cumpleaños… La verdad es que nada será igual.

Lo peor en este momento, sin contar que mi padre ya no está, es la imposibilidad de poder cerrar ciertos capítulos que en circunstancias normales no llegan a una semana. Aún hoy, después de casi dos meses la funeraria no ha podido (debido al atasco que tienen) pasar el importe del sepelio por la cuenta, tema no cerrado. El certificado de defunción, está solicitado; pero en estas circunstancias están saturados, otro tema no cerrado. Su pensión de jubilación, todavía no se ha podido gestionar nada porque no tenemos el certificado de defunción, sumamos un tema más sin cerrar.

Y entiendo las circunstancias y la saturación, porque ha sido algo que nos ha desbordado a todos; pero no es fácil gestionar todo esto sin caer en la inmensa tristeza.

Sé que me va a costar mucho y que lo más seguro es que remontar me lleve más tiempo del que ahora pienso. Cada día me levanto intentando mantenerme estable, celebrando el día que no derramo una sola lágrima, buscando cosas en las que ocupar mi cabeza. Y, sobre todo, recordándole mucho.

QUIERO que mi padre me siga riñendo porque no le llamo cuatro veces al día como poco.

QUIERO que me siga contestando lo mismo cuando le llamaba: “estoy bien, más viejo”.

QUIERO esos sábados comiendo con él y con mi hermano.

QUIERO esas fotos graciosas que nos hacíamos los dos para arrancarle una sonrisa.

QUIERO sus sabios consejos sobre cualquier cosa.

QUIERO seguir escuchando sus días de baile y sus salidas con los amigos a tomar un refresco.

QUIERO todo lo que tenía con mi padre.

QUIERO A MI PADRE.

Autor: adeces asociacion
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