Por Marta Zardaín.
Dicen que el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces en la misma piedra. En el caso de los españoles y en cuestiones electorales, parece ser que estamos dispuestos, ya no a tropezar, sino a convertir a la mentada piedra en un punto de encuentro semestral.
Es indudable que los comicios del 20 de diciembre de 2015, aquellos que darían pie a la XI Legislatura en el Congreso de los Diputados y en el Senado, han marcado un punto de inflexión en nuestra historia electoral. Hasta ese momento, las reglas del juego estaban claras: tras las campañas electorales, los españoles teníamos un día de reflexión para pensar concienzudamente qué papeleta depositaríamos en la urna al día siguiente. A nuestras votaciones, y como primera consecuencia de las mismas, le seguía la constitución de las Cámaras y, a continuación, la ronda de contactos entre el Rey y los representantes de las fuerzas parlamentarias tras la que el Monarca designaba un aspirante, normalmente el líder del partido más votado, a recabar la confianza del Congreso. Los miembros de éste se la otorgaban durante la denominada sesión de investidura y… a otra cosa, mariposa.
Pero las elecciones de diciembre marcaron, como señalaba, un cambio. Para comenzar, el líder del partido más votado, Mariano Rajoy (PP) declinó el ofrecimiento del Rey por, según explicó, no disponer del número de apoyos suficientes que le garantizaran la confianza de la Cámara. Sorprender, nos sorprendió. Para qué lo vamos a negar. Pero por aquel entonces todavía manteníamos la confianza en niveles altos y, sin demora, se puso en marcha el “Plan B”, o lo que es lo mismo, Felipe VI designó otro aspirante: Pedro Sánchez (PSOE), quien había quedado en segunda posición en las urnas. Tras varios meses de intentar, pretender, querer, probar, experimentar, tantear, ensayar, y tratar de sumar, la realidad se impuso y, no habiéndose conseguido la mayoría necesaria para poder formar Gobierno, el 26 de junio de 2016 España celebró unas nuevas elecciones generales. Los españoles comenzábamos a acercarnos peligrosamente a la piedra.
Es verdad que, en esta ocasión, el líder del partido más votado, nuevamente Mariano Rajoy (PP), aceptó el ofrecimiento del Rey. Quizá, el hecho de aumentar el número de escaños obtenidos pasando de los 123 de diciembre a los 137 en junio; al tiempo que contemplaba como el Partido Socialista, segundo más votado, reducía los suyos de 90 a 85, le llevó a considerar que las Cámaras le otorgarían su confianza. Pero no fue así y el viernes 2 de septiembre Rajoy fracasaba en su segundo intento de ser investido presidente al no conseguir los apoyos necesarios en una votación que se saldaba con 170 votos a favor y 180 en contra.
Y en esas nos encontramos. En pleno “tropezón”.
Admito que las distintas sesiones de investidura han tenido momentos gloriosos. Los diputados se han esforzado y han echado mano de los más variados recursos, esos que no les sirven para llegar a un consenso que otorgue de una vez a este país de un Gobierno, pero que sí nos hacen más llevaderos los chascarrillos del día de después.
Este país siempre ha sido muy amante de la anécdota y en eso, hay que reconocerlo, nuestro políticos no nos han fallado. Si en marzo comentábamos el beso entre Iglesias y Domenech; despedimos agosto contemplando a Rajoy enmascarar su frustración tras la ironía y protagonizando uno de esos momentos que quedará para la posteridad de la memoria colectiva al responder a Sánchez tras exponer éste último los motivos por los que ni le iba a apoyar ni le iba a facilitar el camino con su abstención: “Tenga usted absoluta certeza de que ya he entendido todas las partes del ‘no’”.
Y es que, Pedro Sánchez no ahorró argumentos. “El presidente de un partido imputado por corrupción como tal no puede ser quien lidere la regeneración democrática”, “no podemos apoyar lo que queremos cambiar”, “sus mentiras de ayer y hoy avalan nuestra absoluta desconfianza en usted” o “hasta usted debería votar no a su investidura” fueron algunas de las frases con las que el líder de los socialistas alejó a Rajoy de su sillón presidencial.
Y así hemos llegado hasta aquí. Dos semanas después, las posturas no se han movido ni un ápice. Rajoy se evidencia incapaz de conseguir el número de apoyos suficientes para formar Gobierno y el resto, aquellos que votaron NO, tampoco tienen prisa por hallar una solución.
Mientras, los medios de comunicación se han ido convirtiendo en un improvisado escenario en el que los distintos analistas ofrecen posibles soluciones cual feriantes que venden crecepelo. Unos apelan a las elecciones gallegas y vascas, mientras que otros esperan un pacto de izquierdas. No faltan quienes ven en la dimisión de Rajoy la solución, incluso los hay que abogan porque, puestos a irse, se vayan todos. Las teorías son numerosas, pero no hay ninguna que no termine con las dos palabras mágicas: “terceras elecciones”.
Y digo yo, ¿será verdad?, ¿iremos a votar otra vez?
Y continúo yo diciendo ¿y por qué va a ser a la tercera y no a la cuarta o a la quinta?
¿Qué es lo que nos asegura que las terceras serán las definitivas?
Nada.
Esa es la verdad. No existe ningún algoritmo ni ninguna fórmula maravillosa que nos lleve a pensar que, de celebrarse, las terceras elecciones nos traerán la solución.
Llegados a este punto, a los ciudadanos de a pie, esos que acudimos fieles a la cita electoral con la esperanza de otorgar a este país de un Gobierno que responda a nuestros ideales, solo nos queda abogar por la responsabilidad de la clase política.
No puedo negarlo: me da pánico pensar que al igual que el cántaro terminó rompiéndose de tanto ir y venir a la fuente, la incapacidad de la clase política para alcanzar el consenso termine restando fuerza a la mayor manifestación democrática con la que cuenta este país: el sistema electoral. Eso, es lo preocupante.
Creo que ha llegado el momento de ponernos serios y exigir responsabilidad a los políticos. A ellos corresponde sentarse, dialogar y hallar una solución. Porque en este país, la única línea roja debe ser el respeto a la soberanía nacional del pueblo, del que, como recoge la Constitución en su artículo primero, emanan los poderes del Estado. Y el pueblo ya ha hablado.