Por Amador Vázquez Martín, presidente de la asociación Niños de la Lata
El aeropuerto de Dakar, a pesar de ser una de las ciudades más importantes del África del oeste, no es muy grande. Recuerdo la sensación al bajar del avión, del calor húmedo que en esta zona del Senegal te acompaña las 24 horas del día, ya que la noche no lo alivia porque apenas baja dos o tres grados. Aquella madrugada de la primavera de 2013 en la que posé mi pie por primera vez en tierra senegalesa me impactaron muchas cosas; las dimensiones eran otras, un aeropuerto como de andar por casa, tumultuoso y desordenado; el sonido rudo y directo del wolof coreado por decenas de tiarrones (yo soy menudo, muy poca cosa) que discuten entre ellos intentando captar clientes para sus taxis. En el camino al hotel por la carretera se te insinúan enormes barrios sin elevados edificios, una señal de tráfico prohibiendo fumar. “Es un barrio de la secta baye fall”, me aclara el taxista.
Pero todo esto no son más que un conjunto de anécdotas. En realidad, el resultado idiosincrático, de haber mezclado en la coctelera de la historia, tradición y costumbres milenarias, invasiones, conquistas, pasado colonial, industrialización desordenada y muchas veces absurda. Tal vez un encuadre que nos pueda dar luz es la fotografía tan significativa que se hace desde la playa de la ciudad de Rufisque; si haces la foto desde el mar, en primer plano las piraguas coloristas en las que los marineros cada mañana traen el pescado, de fondo; oronda y humeante Sococim, la cementera francesa…
Pero el profundo choque que recibí en este primer contacto con un país del África subsahariana fue a la mañana siguiente. La visión constante y repetida de aquellos niños con un bote o una lata, sucios, harapientos a menudo, descalzos muchas veces, deambulando por todas partes. Preguntas quiénes son y te responden que son “talibés”. Cuando insistes en quiénes son los niños talibés te miran con incredulidad y te vuelven a responder, “talibés”. Los talibés son un fenómeno normalizado, asumido, son casi parte del mobiliario urbano, un elemento más del paisaje de las ciudades senegalesas.
Conseguí, finalmente, informarme de que estos niños provenían, en general, de zonas rurales muy pobres. Donde sus padres los entregaban a un marabú, un maestro del Corán para que les enseñe el contenido del libro sagrado, ya que el conocimiento de éste es la base de tener una educación en este país de mayoría musulmana. Esa donación, en muchos casos también tiene bastante que ver con la imposibilidad de asegurar su sustento por parte de sus familias. Esta tradición comenzó con la introducción del islam en Senegal. El marabú (morabito) en wolof serín daara (maestro de la escuela coránica) daba sus clases a sus acólitos y estos le pagaban ayudándoles trabajando en sus campos. En la década de los setenta del pasado siglo, unas terribles sequías azotaron el país lo que determinó que muchos de estos religiosos emigraran a las grandes ciudades: Dakar, Sant Louis, Zhiguinchor, lejos de sus campos. Por lo tanto, el que había sido su medio de vida había de cambiar. Empezando así un negocio basado en enviar a los niños a mendigar, no solo comida, sino también dinero ya que la vida en la ciudad supone también nuevas necesidades.
Una vez obtenida esta información, a renglón seguido, con algunos profesionales de la educación, la sanidad y el activismo social hicimos un pequeño borrador de lo que llegaría a ser nuestro proyecto: El Reino de los Niños.
Ya de vuelta a mi Terrassa natal comencé a hablar con amigos, con familiares, con conocidos. Tenía la necesidad de explicarles la profunda impresión que me había causado la visión de estos niños abandonados a su suerte y de los que sobre todo me impresionaba el gran desamparo en el que se encontraban.
En un restaurante de la avenida Barcelona de Terrassa, el 8 de Enero de 2016 celebramos la primera reunión unas doce personas dispuestas a concretar un plan para hacer algo por esos niños. Cuando ya habíamos decidido iniciar los trámites para crear la asociación pregunté ¿Y cómo nos vamos a llamar? María dijo: “Esos niños llevan una lata, Los Niños de la Lata”. Más tarde y sobre todo gracias a las redes sociales. Se nos fueron uniendo personas de todo el estado español, algunas de Bélgica y Francia…
No existe la suerte en estas cosas. Existe mucha gente solidaria con ganas de hacer cosas. Rápidamente conseguimos que enfermeras, médicas, antropólogas, periodistas, maestras, educadores, etc. hicieran crecer y concretar aquellos cuatro papeles que me había traído bajo el brazo desde Senegal en un sólido proyecto. Y esto resultó en que en pocos meses el ayuntamiento de Terrassa nos concediera una subvención que nos abría la posibilidad de poner en marcha nuestro centro en la ciudad de Rufisque para dar atención en aspectos nutricionales, sanitarios, higiénicos, educativos y lúdicos a aquellos niños desamparados, que viven en condiciones infrahumanas y en muchas ocasiones severamente maltratados por sus tutores. De hecho, incluidos casos en los que llegan a la muerte.
IBOU PRECIPITA LAS COSAS
En Julio de 2017, con la subvención concedida pero aún no hecha efectiva, me volví al Senegal. A las seis de la mañana me levantaba cada día en la casa de unos amigos en el muy pobre barrio de Gouye Mouride, espacio en el que iba a desarrollarse nuestra acción, y me sentaba a la puerta. A esa hora ya comenzaban a desfilar por la calle adyacente un importante número de niños que después de haber hecho su primera oración, eran lanzados con su lata a asaltar las calles.
Una de aquellas mañanas, en la pequeña tienda más cercana, mientras compraba unos sobres de café soluble, se me acercó un niño y me pidió “mew” (leche en polvo que se vende en pequeñas porciones). Al día siguiente se me volvió a acercar a la puerta de la casa. Le indiqué que me acompañara a la tienda, compramos la “mew” y, de vuelta a la casa, le calenté un poco de agua. Compartiendo, él su leche y yo mi café, comenzó la amistad entre Ibou y yo.
Al día siguiente, eran ya las seis y media e Ibou aún no había venido. Triste por el desplante de mi nuevo amigo, consumí mi café y volví a entrar al patio de la casa. Pasados algunos minutos se abrió la puerta, entró Ibou y detrás suyo otro niño, y otro, y otro… hasta un total de dieciséis. Al día siguiente eran como cuarenta y al otro sesenta.
A todo esto, yo había estado enviando fotos y explicaciones al pequeño grupo de WhatsApp que conformábamos unas doce personas y empezaron a ofrecer participar económicamente cada cual con lo que podía, para que se siguiera dando los vasos de leche. Del mismo modo que rápidamente se habían multiplicado los niños, se multiplicaron los socios. Y así, con lo que los niños en aquel momento denominaron “el toubab que da leche”, fue como de manera primigenia y espontanea había nacido “El Reino de los Niños”.
Ya en septiembre, recibida la subvención, alquilamos la casa y empezamos a conformar los servicios. Con la pandemia del coronavirus hemos podido comprobar que en la actualidad alcanzamos a un total de doscientos cincuenta y dos niños, ya que confinados, sin posibilidad de salir a mendigar, hemos estado llevándoles a las daaras bocadillos y leche. Después de que nos explicaran los marabús de las nueve daaras con las que trabajamos que unos cenaban un día y otros el siguiente.
Ha sido y es un camino difícil y complicado. A las asociaciones con tan escasos medios solo nos queda la recompensa de salir adelante gracias a muchos dioses y diosas que realizan el milagro. Mujeres y hombres anónimos que solo buscan la recompensa de sentir que ayudar a un igual es un hecho satisfactorio en sí mismo. Sumado a la ternura y el amor que recibimos de nuestros niños.
Imagen cedida por Amador Vázquez Martín
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