Por Abril Varela, estudiante de 4º de la ESO
No recuerdo la primera vez que mis padres me llevaron a unas Fiestas del Orgullo LGTBI. Cuando, con motivo de este reportaje, lo he comentado, la respuesta ha sido determinante “imposible que lo recuerdes, el primer año ibas en carrito”. Como, además, estas celebraciones han coincidido siempre con el cumpleaños de mi madre, el sarao estaba garantizado. De este modo, y a través de lo que para mi hermano y para mí era una actividad lúdica, he crecido contemplando con naturalidad a la comunidad LGTBI. Lo que se conoce, se normaliza. Esta filosofía ha constituido desde siempre la base de la educación que he recibido en casa y, sin lugar a dudas, está también detrás de los intentos, cada vez más numerosos, de dar visibilidad a un colectivo acostumbrado a esconderse para no sufrir la censura.
Vaya por delante que no soy partidaria de las etiquetas, salvo que de ellas deriven consecuencias positivas. Defiendo la visibilidad como elemento pedagógico.
Callar por miedo
Decía antes que lo que se conoce, se normaliza; en la misma línea, considero que lo que se desconoce se teme o se critica. La moralidad y el deseo de perpetuar los patrones instituidos obligaron durante años a la clandestinidad del colectivo LGTBI para no ser objeto de burla, reprobación o discriminación. Y ello en el mejor de los casos, porque en ocasiones, tener una tendencia sexual determinada puede llevar a la muerte.
No nos engañemos, todavía queda mucho por conseguir. Así lo refleja el informe Homofobia de Estado 2019, publicado por la Asociación Internacional de Gays, Lesbianas, Bisexuales, Transexuales e Intersexuales (ILGA). Tras revisar la legislación de los países de la ONU, el documento recoge que, todavía hoy, las relaciones homosexuales se castigan con la pena capital en Arabia Saudí, Irán, Yemen, Sudán, parte de Somalia y doce de los Estados de Nigeria.
Las conclusiones de este informe son desoladoras: un total de 68 países tienen “leyes que explícitamente prohíben los actos sexuales consensuados entre personas del mismo sexo y dos más los criminalizan de facto. Además, jurisdicciones que no pertenecen a Estados miembros de la ONU también castigan estas conductas, como Gaza, las Islas Cook y ciertas provincias de Indonesia”.
Pero la represión derivada de una cisheteronormatividad enraizada en el ideario colectivo, no solo se manifiesta en países abiertamente represivos, sino que también está presente en las sociedades occidentales. De hecho, la aceptación del colectivo LGTBI ha ido menguando en Europa al tiempo que crecían las tendencias de voto hacia partidos de ultraderecha.
El caso español
Es de sobra conocido que España fue, en julio de 2005, uno de los primeros estados que legisló el matrimonio entre personas del mismo sexo. Paradójicamente, Madrid y Barcelona son las ciudades donde más agresiones por LGTBfobia se registran anualmente.
En 2018, el Observatorio contra la LGTBfobia registró en Madrid casi 30 incidentes de odio al mes, entre ellos agresiones físicas, verbales y hostigamiento, hacia personas LGTBI. La mayoría se produjeron de noche y en plena calle, siendo el perfil de víctima más común el hombre gay y cisexual (individuos cuya identidad de género coincide con su fenotipo sexual) de entre 20 y 39 años.
Visibilidad normalizadora
La Sociología define la visibilidad como “fenómeno social que pretende la normalización de la diversidad sexual, así como cualquier otra forma de diversidad, mediante distintos tipos de manifestación, tanto reivindicativa como pasiva”.
Se trata en definitiva de reafirmar la dignidad humana mostrándose como uno es y no como la sociedad espera que uno sea. La visibilidad, por tanto, vendría a representar la cúspide en la pirámide del derecho a ser uno mismo.
En este sentido destaca la labor realizada por plataformas como Netflix, cuyas series y películas incorporan personajes LGTBI que acercan la realidad del colectivo a los televidentes.
Si bien es cierto que, en general, en los últimos años ha mejorado la visibilidad en series como Pose, donde encontrar un personaje transgénero ha dejado de ser algo extravagante. En España, Hospital Central se sumó hace ya algunos años a esta tendencia a través de los personajes de Maca y Esther. La singularidad en este caso era doble ya que no solo se trataba abiertamente la homosexualidad, sino que esta venía de la mano de dos mujeres.
Con certeza, los estudios y las cadenas se iniciaron en la senda de la diversidad por interés, no solo económico sino también para conseguir una buena imagen de marca y de paso incrementar su público con un perfil hasta entonces olvidado. La finalidad es lo de menos, lo importante es la visibilidad que el colectivo ha conseguido.
En un universo tan, a priori, tolerante como el de la televisión, resulta llamativo el silencio de los profesionales de los informativos. Destaca el gesto de Oriol Nolis (TVE) quien protagonizó la portada de un número de la revista Shangay Style y contaba que, a pesar de estar casado con un hombre desde hace años, todavía había gente que consideraba que tenía que mostrar sorpresa cuando se enteraba.
La visibilidad en el entorno laboral protagonizó en 2016 el I Congreso Empresarial e Institucional LGBT Friendly.
En este sentido, son importantes iniciativas como la llevada a cabo por el profesor y escritor Nando López, quien explicó en Twitter que hace 14 años “respondí a ‘profe, ¿tienes novia?’ con un sencillo ‘tengo novio’ y, desde el primer momento, me mostré con naturalidad”.
Visibilidad frente a prejuicios
El magistrado, ahora ministro de Interior, Fernando Grande Marlaska señalaba hace un par de años en una entrevista en la Cadena Ser la importancia de que los personajes públicos reconozcan su orientación sexual. “Cuando vas por derecho, es muy difícil que incluso los intolerantes más recalcitrantes se enfrenten a ti”, afirmaba.
La visibilidad tiene que ser voluntaria. Nadie está obligado a hacer partícipes a los demás de su tendencia.
Y es que los prejuicios se manifiestan en las situaciones más inesperadas. Hace unos días, con motivo de la elaboración de este reportaje hablaba por teléfono con una conocida y le comentaba los temas que barajaba para realizarlo. En cuanto mencioné la visibilidad LGTBI salió del universo en el que llevaba un buen rato absorta y, con tono de clara desaprobación, me preguntó, más bien me increpó, si era lesbiana. Le aclaré que no al tiempo que sentía cómo en mi interior comenzaba a librarse una batalla. Por una parte, suspiraba tranquila porque mi condición de heterosexual evitaba convertirme en el centro de su reprobación. Por otra, me costó reprimirme y no calificarla de homófoba. Coincido con Morgan Freeman, curioso término este de la homofobia en el que se describe como un tipo de miedo (fobia) lo que no es ni más ni menos que producto de la gilipollez humana.
Para que los derechos del colectivo LGTBI sean una realidad firme necesitan la aceptación social. Es necesario facilitar la visibilidad de este colectivo, normalizarlo. No bastará para terminar por completo con los prejuicios, pero es un buen lugar para comenzar.
Imagen: Marta Zardaín