Por Pablo Zardaín, secretario de ADECES
Los consumidores son vulnerables con respecto a los vendedores, los trabajadores frente a los empleadores; y los estudiantes frente a las instituciones educativas y quienes las dirigen.
Las cosas están así, los jóvenes que componen las listas de matriculación de las principales universidades de nuestro país están supeditados a la discreción de los criterios de dichas instituciones. En especial los estudiantes de las universidades públicas, que no pueden permitirse el lujo ni tomarse la licencia (por norma general) de suspender asignaturas, ni siquiera de bajar su ritmo o su media académica si es que aspiran a una beca o a unas prácticas laborales decentes. Las cuales son necesarias para muchos de ellos.
Es precisamente por ello que resulta no incompresible, sino directamente irrespetuoso con respecto al futuro de las nuevas generaciones y su tiempo, la redefinición de criterios académicos que coartan de manera directa tanto sus posibilidades futuras como su calidad de vida actual.
Medidas como la imposición de “asignaturas barrera”, es decir, aquellas que, en caso de ser suspendidas, obligan al estudiante a repetir curso o limitan el acceso a futuras prácticas para las que antes no era fundamental su aprobado, ahora, de un día para otro lo es.
Medidas como la inclusión con calzador de prácticas y trabajos que impiden aprobar la asignatura, aunque se apruebe el examen. Medidas que, o bien socavan de manera palpable la media del grueso de los matriculados, o bien reduce al mínimo sino a la nada el tiempo de ocio del que dispondrán los jóvenes. Tiempo de ocio, que por muy criticado que este ahora con argumentos propios de la posguerra o la revolución industrial tales como: solo saben vaguear y quejarse, para eso que trabajen, sigue siendo más que necesario para descansar unas mentes más que cansadas por las inagotables baterías de apuntes mal estructurados y poco sintetizados con los que los profesores “premian” a sus alumnos.
¿Qué hay detrás de estas iniciativas adoptadas discrecional y arbitrariamente por un claustro de profesores que deberían de enfocar sus esfuerzos a impartir su materia de modo más comprensible y para que los estudiantes puedan aprehender los contenidos de la asignatura?
¿Quizá hay un intento de retener a los estudiantes? ¿Aumentar los ingresos? ¿Expulsarlos del sistema por el suspenso de una asignatura y la frustración que eso genera si hay que repetir el curso entero? ¿Vender un modelo de “excelencia”?
Sencillamente es inviable estudiar ocho horas diarias después de haber asistido a 3 clases de dos horas y media cada una por la mañana. Clases que se resumen en tomar apuntes a un ritmo incansable, y jornadas de estudio aderezadas con la incómoda y estresante sensación de que quizás no sea suficiente para aprobar X asignatura o entregar un trabajo, indistintamente del tiempo que se dedique.
Medidas que también atacan directamente al bolsillo de los estudiantes, o de sus padres, creando innecesarios pero costosos másteres y titulaciones extraordinarias que ahora, de nuevo, se venden como extremadamente necesarias. Así como criterios de evaluación más duros a la hora de puntuar exámenes que culminan con segundas matrículas de la asignatura que doblan su precio, o terceras que pueden costar hasta cinco veces más que la primera. Un sistema educativo más centrado en machacar a los estudiantes con el objetivo de retener las carteras de sus padres que en formar a dichos pupilos con un plan de estudios más rico, mejor estructurado y más adecuado al siglo en el que vivimos.