Anorexia, una asignatura pendiente en las aulas

Imagen: ADECES

Por Paula Mayo

Con motivo de la celebración del Día Internacional de los Trastornos de la Conducta Alimentaria, desde ADECES reflexionamos sobre la respuesta que da el sistema educativo a las pacientes de anorexia.

Anorexia, una asignatura pendiente en las aulas

Según datos de Cruz Roja de España, una de cada cien adolescentes padece anorexia. La edad de aparición de esta enfermedad que, en su 90% afecta a las niñas, se sitúa entre los 13 y los 16 años. En España, la Educación Secundaria Obligatoria comprende el periodo que va de los 12 a los 16; por tanto, la probabilidad de sufrir este trastorno de la conducta alimentaria durante los años de instituto es del 100%. ¿Por qué motivo entonces la formación de los docentes en esta materia es tan escasa?

Si esto fuese uno de los grupos de terapia que acostumbramos a ver en las series americanas, ahora mismo me tocaría saludar, decir mi nombre y comunicar al resto de los asistentes que mi hija padece anorexia nerviosa. Pero como se trata de un artículo que pretende tener una proyección pública y voy a hablar de una enfermedad tan desconocida como estigmatizada, emplearé nombres ficticios; yo firmaré este artículo como Paula Mayo y ella será Julia. El resto de los datos serán reales.

Como decía, soy madre de una niña de 15 años, Julia. Ella es brillante, con un expediente académico hasta la fecha intachable y, lo que es más importante, con una personalidad absolutamente envidiable: es tierna, sensible, empática y dulce, tremendamente dulce. Además es ultra autoexigente e increíblemente perfeccionista. Y resulta que, pese a estar regada por todos estos dones, no se quiere en absoluto; no se gusta, no soporta su físico y a diario tiene que emprender una batalla contra la tortura a la que le somete su mente. Esta es mi hija, quien según los facultativos que la tratan, encarna a la perfección el prototipo de la anorexia. Vaya suerte la suya, personifica una enfermedad cruel que ataca al físico y a la mente y lo hace de manera que puede llegar a ser letal.
Ningún órgano permanece inalterable a la debacle que la falta de la ingesta de nutrientes provoca en el organismo. Es comúnmente conocido que la retirada de la menstruación y la anorexia van de la mano. Pero pocos saben que como consecuencia de la misma un gran número de pacientes padece osteoporosis. Adolescencia y osteoporosis se antojan términos opuestos, hasta que la anorexia los hace coincidir.
Pero es que, además, la anorexia provoca daños en el cerebro, en los riñones o en el corazón. ¿Por qué no se habla de eso?
Supongo que porque no encaja en la idea de adolescente caprichosa que deja de comer porque sueña con tener un cuerpo de modelo o con cualquier otra trivialidad. Sí, porque esa es la imagen que de esta enfermedad se tiene en la sociedad actual.
Teorías como esta son las culpables de que en su gran mayoría, las pacientes de anorexia no solo luchen por superar la enfermedad, sino que además quieran hacerlo desde el silencio. La sociedad ha decidido que ellas se lo han buscado, que ellas tienen la culpa y, de paso, también sus padres, que algo mal han debido hacer para que “la niña ande metida en estas cosas”. Y como consecuencia de este “totum revolutum” de sandeces, estas pacientes prefieren llevar su lucha contra la enfermedad en secreto, bastante tienen con no derrumbarse como para enfrentarse además al veredicto, siempre cruel, de quienes practican el arte de opinar sin conocimiento. Recientemente, me contaba la madre de una compañera de terapia de mi hija la vergüenza y frustración que el comentario de un profesor había provocado en la suya. El hombre, no exento de buena intención, suponemos, pero sí de la formación adecuada, se había dirigido a su alumna y en medio del pasillo y en plena hora punta le espetó: “tú lo que necesitas es un buen cocido que te quite la tontería”.

La anorexia también ataca, y de qué manera, a la mente. Sin causa conocida, todavía no hay acuerdo de si tiene origen genético o conductual, otro de los efectos de la enfermedad es su afección en el sistema nervioso: lo que lleva a las pacientes de esta patología a lidiar con la depresión y la ansiedad como compañeras de vida. Y, por supuesto, también con las ideas suicidas y los comportamientos autolesivos. Todo esto con tan solo 13, 15 o incluso menos años. Demasiado.

En estas condiciones, se tienen además que enfrentar a su día a día, o lo que es lo mismo, a sus estudios. Y el resultado aquí es variable, no hay pauta fija. Hay tantas posibilidades como personalidades tengan los profesores que les imparten clase. Y esto en qué se traduce, pues en un “depende”; depende de la formación y, sobre todo, de la humanidad y empatía que haya detrás del docente.
Lo normal, porque además es lo políticamente correcto, es que así, de primeras, todo sean buenas palabras y excelentes intenciones. En nuestro caso, mi marido y yo decidimos abrirnos en canal, ya que entendíamos que era lo mejor para nuestra hija. Y con esta idea concertamos una cita con los responsables de su centro de estudios.
La reacción del instituto fue tan buena que en la siguiente terapia de padres del hospital en el que tratan a Julia decidimos comentarla con el resto de miembros del grupo. Si en algo les podía ayudar nuestra experiencia, ahí estábamos nosotros para ponerla en común.

Julia estuvo más de cinco semanas ingresada en la unidad de trastornos alimentarios de un hospital con reconocida experiencia en la materia y el azar hizo coincidir su alta, alta parcial porque iniciaba una etapa en el hospital de día, con la temporada de exámenes. Pero francamente, no nos preocupaba. En el instituto nos habían asegurado que pondrían todo su empeño en hacer que Julia se sintiese cómoda y para que, poco a poco, fuese recuperando su formación al ritmo que su enfermedad le permitiese. De este modo, por ejemplo, le darían a elegir si quería examinarse o no. Mi hija, de la que ya he mencionado su carácter perfeccionista y autoexigente, decidió examinarse. Y nosotros acordamos con los responsables que se haría de manera consensuada. Aclaro, consensuada entre ellos y nosotros, claro está y siempre tras consultar al equipo de facultativos.

Siguiendo el programa fijado por el hospital, al alta parcial de Julia le precedieron una serie de permisos terapéuticos. Para los profanos en la materia, que espero sean la mayoría, aclaro que este tipo de permiso varía en función del objetivo que con el mismo se trate de conseguir. Por poner un ejemplo, entre los primeros está comer delante de los padres, algo sencillo y básico para el común de los mortales, pero que en las pacientes anoréxicas constituye un reto.
Poco a poco fuimos cumpliendo cada pauta, mi hija se enfrentaba a cada reto con temor a no conseguirlo y con miedo a decepcionarnos; otra consecuencia de su carácter autoexigente y perfeccionista.
Y fuimos ascendiendo por la escalera de los retos y los permisos hasta llegar a la vuelta a las aulas.
Y volvimos.

El primer día, Julia pasó todo el camino luchando por no temblar, por no llorar, por no salir corriendo y ser capaz de entrar al instituto. Y lo hizo. Con nuestra ayuda y la de miembros del centro, lo hizo.
Llegó el segundo permiso y entró en su clase y permaneció en ella un par de horas plantándole cara a la fobia social que durante las semanas de ingreso había desarrollado. ¿No lo he mencionado antes? Es otro de los “regalos” de la anorexia: la fobia social y, por ende, el ostracismo al que la enfermedad quiere condenar a las niñas que la padecen.
Tras el segundo, llegó el tercer permiso. Mi hija ya no temblaba, entró al instituto sonriendo. Se sentía perfectamente capaz de aguantar otro par de horas. Total, ya lo había hecho dos días antes.
Pero justo en ese momento comenzó una caída libre. Sí, porque el pequeño detalle de consensuar los exámenes se olvidó y, en su tercer permiso terapéutico, a mi hija le plantaron dos: Inglés y Economía. Toma ya.

Inglés lo hizo, nerviosa y agobiada, pero lo hizo. Tiene un buen nivel y eso le ayudó, pero fundamentalmente, se sintió cómoda entre otras cuestiones porque la profesora le preguntó si quería y se veía con fuerzas para hacerlo. Le preguntó, esperó la respuesta y, como Julia accedió, se examinó, sin más.
También hizo el examen de Economía, si bien el protocolo seguido en este caso no tuvo nada que ver. Se trataba del examen global, cuatro temas de los que mi hija no había visto la mitad porque en lugar de asistir a clase estaba en la cama de un hospital luchando porque su corazón alcanzase un ritmo de pulsaciones que le permitiese incorporarse. Bradicardia es su nombre técnico, otra de las herencias de la enfermedad.
Pese a todo, la profesora decidió que Julia se examinase y cuando mi hija expresó sus dudas al respecto, no se lo ocurrió nada mejor que decirle que si suspendía, podría presentarse a la recuperación. Todo un detalle.
No soy docente y desconozco si hay un “manual de estilo” para impartir clase, pero de existir, dudo que recomiende esta práctica.
Después vino la nota. Para una alumna de sobresaliente, sacar poco más de un cinco, es un auténtico fracaso. Julia sufrió una crisis de ansiedad. Aun así quiso hacer otro examen para subir la nota, la respuesta que recibió fue que sería más difícil y lo haría tras el boletín de calificaciones. ¿Qué sentido puede tener hacer un examen para subir nota después de haber recibido el boletín?

La experiencia, hizo que mi marido y yo nos sentásemos con Julia y planificásemos los exámenes. No queríamos más sorpresas. Trasladamos la información al centro y con ella un análisis de lo que podría ser el siguiente trimestre; mi hija había pasado más de la mitad del primero ingresada, y durante el segundo solo podría asistir a tres asignaturas “y media” cada día, después volvía al hospital donde permanecía siete horas más.
En este contexto, consideramos importante planificar y exponer nuestras preocupaciones, que eran las de Julia, al instituto. La respuesta que recibimos fue que lo mirarían. Quizá este fue el comienzo de una nueva etapa: aquella en la que se decía “digo”, donde previamente se afirmó “Diego”. Una semana después de mostrarnos sus mejores intenciones, los mismos que nos insistían para que acudiésemos a ellos con toda confianza cada vez que lo necesitáramos, interesados como estaban en el bien de Julia, ahora comenzaban sutilmente a marcar distancias.

Y todo ello mientras mi hija continuaba examinándose. En Literatura, por ejemplo, la profesora le dio a elegir dos temas. El carácter autoexigente de Julia y su deseo de impresionar a una docente por la que sentía admiración, le llevó a desarrollar ambos. Así es Julia, de adhesiones inquebrantables.
La puntuación del examen no fue la esperada, un 8,3 sabe a poco cuando has trabajado para un 10. A la cara de decepción de mi hija le siguió un comentario en el que la profesora le decía que debía mejorar su presentación.
¿De verdad no había nada más a destacar en ese examen? A continuación, la educadora se puso como referente y le explicó a Julia que ella a lo largo de su vida también se había tenido que enfrentar a la decepción de no sacar los sobresalientes que esperaba. Perfecto, queda claro que usted ha luchado contra la frustración y por su bien espero que no lo hiciera mientras estaba en las primeras fases de recuperación de una enfermedad grave. Por cierto, ¿se ha parado a considerar que cuando se toman más de tres fármacos distintos al día, poner un tachón de más en una cuartilla puede ser una auténtica frivolidad?

Dos horas después de recibir esta calificación, mi hija seguía llorando.

Cinco horas después me confesó que para ella los estudios eran el corcho al que se aferraba para evitar hundirse. Llevaba poco más de una semana con un alta parcial (o lo que es lo mismo, acudiendo a diario siete horas al hospital), había hecho ocho exámenes y, ahora, no quería volver al instituto.
Tenía miedo.
Ella, la alumna brillante que durante toda su vida había atesorado sobresalientes, se enfrentaba a un modo de proceder que lejos de motivarla, solo había conseguido frustrarla.

La guinda la puso la psicóloga del centro, a quien mi hija había conocido apenas dos semanas antes. El famoso día de la reunión entre mi marido y yo con los responsables de la educación de Julia, aquel en el que decidimos abrirnos en canal, nos presentaron a la psicóloga. No lo pedimos, se nos ofreció dentro del paquete de buenas intenciones con el que se nos obsequió.
En apenas dos semanas, la especialista se había convertido en un referente para Julia, alguien a quien acudir buscando ayuda. Pues bien, diez días después de su primera toma de contacto y en pleno ataque de ansiedad la psicóloga le transmitió que si bien cuando se conocieron era su principal preocupación, en el siguiente trimestre ya no podría continuar siéndolo. La anorexia tiene una media de duración de entre cuatro y cinco años, eso en el mejor de los casos, aquel en el que no se convierte en una enfermedad crónica o incluso algo peor. ¿No debería saber algo así una licenciada en Psicología? En un horizonte de cinco años, diez días de dedicación parecen… Ni don Juan, ni Juanillo por favor.

Esta ha sido la experiencia de mi hija. Me parecería injusto trasladar la idea de que todo han sido piedras en su camino, porque además no se ajustaría a la realidad. En general, el resto de profesores han tenido un modo de proceder en el que, con mayor o menor afecto, le han trasladado, y de momento mantienen en el tiempo, su apoyo. Algo que en una situación como la que estamos viviendo agradecemos profundamente.

Algunas de sus compañeras de terapia, han tenido que lidiar con un centro educativo que pretendía imponerles un calendario de cinco exámenes en un día. Afortunadamente, un informe facultativo consiguió que el instituto recapacitase y bajara el pistón.
En el caso de otras, las más afortunadas, se han encontrado con una situación ideal en la que por parte de su centro de estudios se dejaba clara la intención de ayudar y colaborar llegando incluso a modificar protocolos y sustituyendo los exámenes por trabajos de desarrollo.

Por norma general, detrás de una paciente de anorexia se esconde una niña con mente brillante que, por causas ajenas a su voluntad atraviesa el que sin duda será uno de los episodios más crueles de su existencia. ¿No merecen un sistema educativo capaz de darles una respuesta? Ellas devolverán “el favor” con creces. Tienen capacidad de sobra para ello. Solo hay que tenderles una mano, pero por favor, que se prolongue más allá de las dos semanas que dura “la novedad”.

Cuando tu hija consigue dejar de llorar un instante, para decirte: “mamá, todos decían que me entendían, pero me están haciendo sentir fatal”, no es difícil imaginar el ejercicio de contención que tienes que hacer para no salir corriendo al instituto y “ladrar” hasta quedar afónica a los bienintencionados de turno que días antes juraban que cuidarían y arroparían a tu hijita.

Julia había dejado claro, de palabra y acción, que no quería que le tratasen entre algodones. Y desde luego que no los hubo. Tampoco tacto, ni empatía. El hecho de tratar con “normalidad” una situación excepcional, es del todo ser injusto. De poco servían nuestras llamadas de atención que en realidad no eran sino las instrucciones terapéuticas que los facultativos que atendían a nuestra hija nos trasladaban y nosotros hacíamos llegar al centro siempre del mismo modo: adornándolo con una disculpa previa y reiterando en cada oportunidad nuestro agradecimiento.

Si en lugar de anorexia Julia tuviese cualquier otra enfermedad grave, porque repito para que se fije en el ideario colectivo, la anorexia es una enfermedad grave. Si en lugar de anorexia, decía, fuese cualquier otra patología grave los profesores estarían animándola y reconociendo su mérito y esfuerzo. Para la sociedad, sería una campeona y serviría de ejemplo a la hora de sacar a relucir una de estas historias de superación con las que tanto les gusta a algunos coronar una buena sobremesa.

Pero, oh fatalidad, nuestra hija tiene anorexia y eso hace que ni siquiera al contar su historia pueda poner su nombre. Y yo lo haría, por supuesto que lo haría, lo pondría en mayúsculas, negrita y en Times New Roman 72; porque estamos muy orgullosos de ella. En sus quince años de existencia se ha dedicado a coleccionar para nosotros motivos de alegría. También ahora, durante la enfermedad, porque afronta sus retos con miedo, ansiedad, llanto, medicación y algún que otro “bastón” más; pero los afronta. Sin embargo, la sociedad ha decidido que lo de Julia y lo de tantas otras guerreras silenciosas, no es más que capricho.

La anorexia, repito, es una enfermedad grave. Sufrirla aumenta cinco veces el riesgo de muerte, tal y como se recoge en un estudio realizado por investigadores de la Loughborough University, en Reino Unido.
Según el Centro Nacional de Excelencia para los Trastornos de la Alimentación de Estados Unidos, la anorexia nerviosa es, con diferencia, la enfermedad psiquiátrica con la tasa de mortalidad más alta: una de cada cinco muertes producidas por este trastorno son suicidios. ¿Es esto suficiente para que la sociedad abra los ojos o tengo que transmitirles el miedo que mi marido y yo, al igual que otros padres, sentimos durante la noche por si nuestra hija se derrumba, entiéndase el concepto “derrumbarse” del modo más amplio posible, y no estamos ahí para ayudarle a levantarse?

Luego están aquellos que miran con desdén la anorexia, como lo hacen con cualquier otra enfermedad psíquica, como si a ellos no pudiera ocurrirles nunca. Tal vez, si se le quitase la etiqueta de trastorno psiquiátrico y se comunicase a la sociedad que, tras esta patología, la más letal de los problemas de salud mental, hay también un origen metabólico, comenzaría a mirarse de otro modo. Estudios recientes establecen una conexión entre ocho marcadores genéticos relacionados con la enfermedad y parámetros metabólicos y endocrinos, como los niveles de azúcar o las grasas. Este hallazgo ha abierto la puerta a nuevos enfoques terapéuticos. Y para muchos padres, supone un motivo de alivio: quizá tras la enfermedad de su hija no hay una patología mental. En nuestro caso, eso es lo de menos, independientemente de su causa, tenemos claro que tanto mi hija como el resto de sus compañeras de batalla, merece el mayor de los respetos en su lucha contra la enfermedad. Porque de eso se trata, de una enfermedad. No es una elección, ninguna patología lo es.

La concienciación es importante y la formación de los docentes en esta materia esencial, dado que como se ha señalado, la enfermedad irrumpe en la vida de sus pacientes en plena vida académica. Hay que dar respuesta para que ninguna otra niña llore durante horas hecha un ovillo, como hacía ayer mi hija, repitiendo que no merece la pena seguir viviendo tan solo porque su profesora no tiene la formación necesaria para diferenciar cuándo puede hacer un examen o soltar un comentario desafortunado sobre la estética del mismo.
Ni Julia ni el resto de sus compañeras de batalla pueden pagar las consecuencias de un sistema deficiente y mal informado que considera la anorexia como “una frivolidad de niñas caprichosas”. La misma sociedad que opta por mirar hacia otro lado cuando de enfermedades no visibles se trata.

Los desórdenes alimentarios tienen serias consecuencias físicas y psíquicas, en concreto, la anorexia demanda un tratamiento global que actúa sobre el estado físico, social y emocional de quienes la padecen. Y todo ello, en una edad en la que la escolarización es obligatoria. En este contexto, desde ADECES exigimos la formación suficiente entre los miembros de la comunidad docente. Este es nuestro reto y, avisamos, su consecución marcará nuestras actuaciones futuras.

Autor: adeces asociacion
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